El retrato del señor Bertin. Exposición de Ingres. Museo del Prado.
Cuando tienes la inmensa suerte de coincidir con una visita organizada por un guía oficial en una de las exposiciones que el Prado organiza con carácter temporal, es que realmente te ha caído la lotería, el gordo. Porque a pesar de que tu entrada no pueda estar a la altura del grupo, tus oídos sí.
El truco está en en hacer el mismo recorrido que ellos pero sin que se note.
Obviamente partes con un enorme handicap, ellos están identificados y tú no. No sólo por las tarjetas que lucen en sus solapas, muy de comités-de-expertos-internacionales-de-la-supervisión-de-la-energía-nuclear, sino porque el guía oficial les ha calado un par de veces a todos antes de la visita. Y los guías para ésto tiene muy buen ojo y muy buena memoria también: mujeres, 10, hombres, 8, niños….; los organizan en grupos, edades, sexo, enteradillos, discretos, simpáticos, feos….; el señor de la gabardina azul, la pareja de chinos, la madurita de buen ver, el listillo del monóculo y la flor en el ojal….
Empieza la visita y es ahí cuando el guía para causar buena impresión, pañuelo de seda en cuello, carga con toda la artillería aderezada con anécdotas interesantes del contexto y de la época del pintor. Acompañadas de 2 o tres notas de humor. No más. Hay que mantener ante todo la seriedad y la pro-fe-sio-na-li-dad.
Su voz se adentra en el silencio de la sala desplegando toda su sapiencia. Es un momento clave para éste, tiene que dejar constancia de su aplomo y gravedad. La pequeña sala empieza a ambientarse de las historias y anécdotas de los cuadros, de la Francia de principios del XIX. Ya estoy viendo los trajes de la época, huelo sus perfumes; señoras elegantes vestidas con opulentos trajes y generosos escotes; odaliscas, incienso, harenes, seda…
Donde el grupo, al unísono divide su atenta mirada entre el guía y el casi fotográfico lienzo. Como en una partida de ping-pong. Donde cualquier crujido en el parqué, cualquier paso en falso, es advertido por los integrantes del grupo con severas y sincronizadas miradas.
Ahí es donde los integrantes del grupo tienen que quedar convencidos de que ha valido la pena el esfuerzo económico de haber pagado un plus por su exclusiva entrada, haciendo valer la máxima de todo buen guía: «más vale que sobre que falte».
Mientras, servidor, que se ha escondido en un sombreado de la sala leyendo la introducción de Ingres, lo está escuchando todo, sin perderse una coma:
«La obra de Ingres, anclada en el academicismo sólo aparentemente, constituye sin duda un jalón esencial hacia las revoluciones artísticas de finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Descendiente de Rafael y de Poussin, su obra es a la vez anunciadora de Picasso y de las distorsiones anatómicas; inspirando la renovación de las escuelas europeas del siglo XIX, especialmente de la española…»
Puedo asegurar que no me atreví a conectar el modo grabación en mi móvil porque éste no tiene la calidad suficiente para grabar desde mi bolsillo y tampoco era plan sacarlo a la vista de todo el mundo.
Sobre todo discreción.
Los grupos se mueven como las migraciones, pasando de un cuadro a otro con relativo orden. Es allí cuando servidor aprovecha para ver el lienzo que el grupo acaba de dejar, con el espacio suficiente para contemplarlo sin agobios, ni apreturas. Y con la información y el criterio suficiente de quien acaba de recibir un master del mismo.
Servidor va a rebufo de ellos pisando casi de puntillas. Mirando el folleto de la exposición cada vez que guía o integrantes vuelven su miradas hacia atrás. Son los dueños de la sala, sus entradas así lo acreditan, y poco a poco se van identificando con los aristocráticos retratados, sintiéndose por momentos muy franceses; los protagonistas de la exposición.
Y así llegamos a uno de los momentos cumbres. El cénit. El punto de inflexión que todo recorrido tiene.
El guía se para, se toma su tiempo. Con una mirada canina reúne a su rebaño. Catorce, quince, dieciséis…, sí, están todos.
Ojea la sala. A la derecha una sombra le llama la atención, está de espaldas como leyendo algo en la pared. En un principio no le da importancia, parece una figura de varón a simple vista insignificante. Aunque, precavido, interfiere la visón entre sospechoso y cuadro, con tres precisos pasos: Uno, dos y tres. No quiere, ni por asomo, que nadie ni nada que no haya pagado su entrada, se aproveche de su clase magistral.
– Caballeros, estimadas damas, atención!… he aquí «Uno», por no decir «El» mejor retrato de la exposición: el retrato del periodista Louis-François Bertin, monsieur Bertin. Probablemente la obra más realista de Ingres, la actitud del modelo se inspira en antiguas pinturas o retratos de Rafael. El artista pintó a Bertin mientras lo observaba un día, en su casa, en una discusión. Arquetipo del tipo de imagen de la burguesía triunfante de 1830…
En mitad de la locución, el guía del grupo, como quien no quiere la cosa, vuelve discreta y lentamente la mirada con el rabillo del ojo; el sospechoso ya no está allí, se ha ido.
Se siente aliviado.
Entretanto, inmóvil, sin parpadear, justo detrás de él, aguantando la respiración, alguien a hurtadillas ha sacado sigilosamente un móvil y y ha deslizado su dedo por el botón rojo del modo grabar.
No se quiere perder ni un solo detalle de las explicaciones del mejor guía, al mejor retrato de la exposición:
El retrato del periodista Louis-François Bertin, monsieur Bertin.