Un selfie con la familia de Carlos IV

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Cuando uno de tus hijos adolescentes te dice que quiere ir al Museo del Prado y tú en ese instante, bajas las progresivas y te quedas estupefacto, aturdido porque no recuerdas que el chaval haya pisado de motu propio un museo en su vida, lo primero que haces es desempolvar el termómetro, tomarle la temperatura y si es necesario hacerle un test de antígenos, no vaya a ser que la cepa Omnicrom esté causando ya estragos.

Una vez comprobado que sus constantes están en regla, que no tiene fiebre y sus pupilas no están dilatadas, porque todo es posible, le preguntas intrigado la razón del interés por la visita. Cuando te dice con la boca llena de galletas que tiene que presentar «echandolechesparadespuésdereyesuntrabajodeloscuadrosdegoyaenelprado», es entonces cuando empiezas a entrever el porqué de su interés. Pero cuando ya te insinúa, aunque muy sutilmente, que le acompañes, ya empiezas a entender de manera concisa lo que te espera: que en realidad el trabajo lo vas a hacer tú y solamente tú.

Es entonces cuando te tranquilizas. Tomas aire. Respiras. Y te repites: no está enfermo, menos mal…..otra cosa hubiera sido incomprensible y extremadamente rara en un chico de su edad.

Siempre albergas la esperanza de que con la visita al museo se produzca en él algo así como una revelación aurística, en la que el propio Goya con sus patillas blancas y con el vozarrón de Paco Rabal se le aparezca con dos velas en el sombrero de copa, retratándole con orejas de asno durmiendo encima de una mesa con una multitud riéndose de él, a modo de sus Disparates. Y que el chaval atormentado por la vergüenza y orgullo en mano, se revele con rabia contenida contra su destino, y en un golpe de mano se termine en un santiamén los 4 años de la carrera de Historia del arte sacándose ni más ni menos que una plaza de CONSERVADOR en el propio Museo del Prado!

Eso sería ya la leeeecccchhheeee !!!!!!!!, un sueño hecho realidad. Pero cuando en ese instante la burbuja del ensueño se pincha, haciendo plop, y lo miras y lo sigues mirando y compruebas que tu hijo sigue con sus galletas, con el móvil, hablando a gritos con sus amigotes de cualquier ocurrencia, ajeno a cualquier atisbo, indicio de cultura artística, es cuando te das cuenta que tu chico no es un rara avis, no es un friki, y que en el panorama faunístico de la adolescencia entra dentro de los parámetros que llamamos normalidad.

Normalidad o no, un padre nunca se da por vencido, y como las ocasiones como estas las pintan calvas, con la ayuda de su cónyuge empieza a reunir toda clase de libros, documentos, biografías, tesis, hologramas, vídeos, conferencias, correspondencia, papeles y más papeles y toda clase de material que pueda ayudarle a terminar en fecha y hora su ímproba tarea escolar:

allá va su etapa cortesana, allá su figura como precursor del arte contemporáneo, los desastres de la guerra y su labor como reportero 200 años antes, los Disparates, las Pinturas negras, la Tauromaquia, maja por aquí, maja por allá, la familia de Carlos IV, el impresentable Fernando VII, el caballo del general Palafox, la duquesa de Alba, la marquesa de Santacruz y su esvástica que tanto le gustaba a Hitler, la correspondencia con su amigo Moratín, sus trabajos para la Real Fábrica de tapices, los amoríos con su ama de llaves, su extensa descendencia, sus amigos ilustrados, el «exilio» en Burdeos, su sordera, la soledad…su muerte fuera de España, su herencia….su legado,…..su figura universal como grande entre los grandes…

– Pero Paaaaapaaaaá dónde vas con todo eeeeso? …

Me interrumpe una voz tirada en el sofá….

– Si yo lo único que necesito para el trabajo es…. un selfie! ……anda éste!

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