La gran odalisca de Ingres: erotismo, distorsiones anatómicas y movimientos feministas.

La gran odalisca pintada por Ingres en 1814 y procedente del Louvre, no sólo forma parte ya de los mejores desnudos femeninos de la historia del arte, sino también es una de las 60 obras que integraban la exposición que se mostró en el Prado desde el 24 de noviembre hasta el 27 de marzo de este año.

Curiosamente es un artista inexistente en las colecciones públicas españolas. Sólo la Casa de Alba cuenta con un dibujo preparatorio de Felipe V imponiendo el Toisón de Oro al mariscal de Berwick, fechado en 1817. El cuadro fue pintado en 1814 por encargo de Carolina Murat, la hermana menor de Napoleón, para adornar su palacio napolitano. Luis XVIII intentó hacerse con el cuadro, pero se le adelantó un poderoso banquero de la época. Se sabe que el siguiente propietario fue un aristócrata que la guardaba en su dormitorio cubierta con una tela (por exigencias de su mujer), pero que pese a su amor por la pintura, acabó vendiéndola al Louvre a través de un marchante.

Años más tarde el pintor pintó una versión en blanco y negro como regalo para su mujer, de la que se cree fue su modelo para este cuadro. Desde entonces, esta odalisca ha salido de su lugar privilegiado del Louvre en contadas ocasiones. Dos veces, para ser protegida durante la I y la II Guerra Mundial. Y sólo en 2003 viajó a Roma para una exposición.

La gran odalisca es la personificación de la sensualidad más pura. Los ojos verdes de la delicada modelo te atrapan como en una tela de araña desde la parte central del lienzo para lanzarte al placer sin tapujos. Tocada con un turbante, la sensual modelo aparece recostada sobre un diván mostrando la parte posterior de su cuerpo en una contorsión imposible.

No le preguntes a tu mujer que te reproduzca la postura porque aparte de suscitar toda clase de sospechas infundadas, terminará la cosa en torticulis aguda y encima puedes llevarte un buen zapatillazo. Por maquinador libidinoso… y rarito.

La erótica va in crescendo con la inclusión de un irresistible y ligero abanico de plumas de avestruz y unas pipas de girasol colocadas al final de sus muslos como indicándote el camino. En el salón de París de 1819 se tachó la obra de obscena. Y lo peor: de escasa precisión anatómica. Armados con un metro, los críticos de entonces, midieron su espalda y concluyeron que era particularmente larga porque según ellos tenía tres vértebras de más. También que sus pies eran deshuesados y que apenas podrían ser capaces de soportar su peso. Más adelante estas distorsiones anatómicas junto con esas otras contorsiones imposibles del cuello causarán tendencia en los movimientos pictóricos y vanguardias de finales del XIX en pintores como Picasso.

Distorsiones que Ingres realmente pintó no sólo para satisfacer su forma ideal del cuerpo femenino sino también para representar fidedignamente en el cuadro el ofrecimiento descarado de la modelo al sultán. Sin más.

Esta representación tan sensual y sectaria de la mujer, no sólo con la Iglesia se topó, sino con algo mucho más virulento como fueron los movimientos feministas del siglo XX. Ya se empezó a ver cuando en 1914 una sufragista británica acuchilló con saña la Venus del espejo de Velázquez al considerarlo otra muestra del sometimiento de la mujer en el arte. En los años 60 ya existía un movimiento feminista, y esto me lo comentó la bedel argentina de la sala que custodiaba el cuadro en el Prado, cuyo lema era: «Yo sobreviví a las posturas de Ingres» en referencia a la humillación y el sometimiento que suponían los particulares desnudos del pintor.

En 1985 el MOMA celebró una exposición de arte contemporáneo titulada An Internacional Survey of Painting and Sculpture. De los 169 artistas que participaron en ella, sólo 13 eran mujeres. Delante del museo se manifestaba un extraño grupo contra esta desigualdad: eran mujeres, llevaban máscaras de simios y se hacían llamar Guerrilla Girls. En pie de guerra y con la gran odalisca de Ingres, cuya cabeza era la de un gorila, representada en una pancarta que decía: «¿Tienen las mujeres que estar desnudas para entrar en el Met. Museum? Menos del 5% de los artistas en las secciones de Arte Moderno son mujeres, pero un 85% de los desnudos son femeninos», compartían un sentimiento de frustración al comprobar que a finales de siglo las diferencias entre los sexos persistían y las mujeres artistas continuaban sin tener un verdadero reconocimiento. Eran anónimas, pero sabemos que lo constituían mujeres de diferentes edades y procedencias étnicas; no sólo artistas (pintoras, escritoras, directoras de cine…), sino también comisarias de exposiciones e historiadoras del arte.

En uno de sus carteles más irónicos enumeraban una serie de “ventajas” que atribuyen a la condición de ser mujer artista. Entre ellas: Trabajar sin la presión del éxito; tener la oportunidad de escoger entre tu carrera y la maternidad; ver tus ideas reflejadas en el trabajo de otros; estar segura de que cualquier tipo de arte que hagas será catalogado como femenino; ser incluida en versiones revisadas de la historia del arte; etc.

Yo en esto opino como mi mujer.

Zapatillas aparte.

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